DOMÉSTICO
Sin que nos demos cuenta, y tal vez para nuestra desgracia, el valor de la vida doméstica ha pasado a ocupar una posición degradada en nuestra visión colectiva de las cosas importantes. Los placeres y desafíos de gestionar un hogar pueden parecer casi cómicamente triviales en comparación con hacer una gran fortuna, alcanzar el éxito en el deporte o en la industria del entretenimiento u ocupar un lugar destacado en los medios de comunicación. Sin embargo, las pequeñas, limitadas y repetitivas cuestiones del ámbito doméstico desempeñan un papel fundamental en la tarea esencial de vivir y morir bien. «Si queremos ser felices, debemos aprender a cultivar nuestro jardín», fue el legendario y deliberadamente poco heroico consejo de Voltaire al respecto. Una consecuencia de ese desprecio por la vida doméstica es que a veces uno se enfurece por lo que considera pequeñeces irritantes. Las parejas o los roommates se pelean espectacularmente sobre si es necesario utilizar o no una tabla de cortar para el pan, sobre qué tan limpio debe estar el cuarto de baño o si es trascendental dejar un cajón cerrado o entreabierto. Lo que alimenta el conflicto es la sensación de que se trata de cuestiones triviales, indignas de un debate cuidadoso y elevado, sobre las cuales nos enfrascamos como si defendiésemos o atacásemos ideas relativas a grandes escuelas de pensamiento filosófico. La diabólica ironía es que uno se comporta casi exactamente igual en torno a otros detalles que sí importan mucho menos en la vida. Historiadores del arte celebrarán una conferencia internacional sobre la postura de una mano en un cuadro de Picasso; las grandes corporaciones dedicarán inmensos esfuerzos para encontrar las palabras adecuadas de cara a anunciar al mundo los méritos de un producto nuevo. No siempre despreciamos los detalles. Nos guiamos por un panorama cultural más amplio para saber si un detalle merece una atención minuciosa. Por eso es trágico que se le asigne tan poca importancia a muchos detalles del jardín de la domesticidad.