MADRE
Ella no sabe captar y dar cabida a los odios y entusiasmos de sus hijos, especialmente con aquellos estados de ánimo que van en contra de sus propias inclinaciones. Es decir, lo que dicen y hacen los niños resulta muy amenazador para su sentido de identidad. Como madre, hace mucho tiempo que le dio un adiós bastante firme a la vulnerabilidad, a la imaginación y a la franqueza. Pero ellos vinieron al mundo sin conocer sus repudios; lo que ella pone bajo la sombra está iluminado por el sol de sus hijos. No tienen reparos en decir que la abuela es una caca grande y gorda, que quieren vestirse como el sexo opuesto, que les encanta el barro o que anhelan vivir en una casa más limpia y ordenada. Además, son pésimos para las matemáticas y se desesperan al atarse los cordones. Esto la desconcierta hasta la médula: ¿cómo pudo haber trabajado tan duro para eliminar la debilidad de su carácter para que ahora apareciese en sus hijos?, ¿cómo pueden ser tan increíblemente necesitados y difíciles, tan ilógicos y descorteses? Ella sabe que detrás de gran parte de su falta de escucha hay celos: no se toma en serio el llanto de sus hijos porque nadie prestó especial atención a los suyos. ¿Por qué iba a ser paciente con las insignificantes penas de estas criaturas cuando ella tuvo que crecer a una velocidad brutal? La mejor manera que encontró para protegerse de sus propias frustraciones y arrepentimientos fue asegurándose de que sus hijos jamás obtuviesen lo que quisieran. Por eso se encuentra constantemente reescribiendo las experiencias de los niños: «¡Eso es una tontería, por favor!», O: «¿Pero por qué mi hombrecito valiente lloraría por algo así? ¡No tiene ningún sentido!» O les insinúa que simplemente no hay manera de dedicarse a algo —el ballet o la carpintería, la enfermería o disfrazarse de hada— y seguir siendo hijos legítimos y dignos de amor. Y ahora ellos tienen una personalidad dividida, en la que son incapaces de dejar entrar la tristeza o la ira o la confianza que todo el tiempo les negaba su madre.