AMAPOLAS
Es extremadamente raro deleitarse con algo parecido a una flor (por ejemplo, una amapola) cuando uno tiene menos de, no sé, veintidós años. Hay muchas cosas más grandiosas por las que preocuparse que estas pequeñas manifestaciones frágiles y evanescentes de la naturaleza, delicadamente esculpidas: el amor romántico, la realización profesional y la política, quizá. Sin embargo, es raro que las flores nos dejen completamente indiferente a partir de los, no sé, cincuenta años. Para entonces, casi todas las aspiraciones anteriores y más importantes se habrán visto afectadas, tal vez de manera significativa. Uno se habrá topado con algunos de los problemas intratables de las relaciones íntimas. Habrá sufrido la brecha entre las esperanzas profesionales y las realidades disponibles. Habrá tenido la oportunidad de observar cuán lento y intermitentemente el mundo cambia en una dirección positiva. Uno habrá sido plenamente inducido al alcance de la maldad y la locura humanas, y a la propia excentricidad, el egoísmo y la locura. Y ahí es cuando las amapolas habrán empezado a parecer algo diferentes. Ya no como una pequeña distracción de un destino poderoso, ya no como un insulto a la ambición, sino un placer genuino en medio de una letanía de problemas, una invitación a poner entre paréntesis las angustias y los malestares y a mantener a raya al desprecio, un pequeño oasis de descanso para la esperanza en un desierto de decepciones, un consuelo adecuado, por el que uno estaría dispuesto, algunas semanas al año, a estar debidamente agradecido.