ÉPOCA
Lytton Strachey nació en 1880 en una familia inglesa importante y próspera. Su padre, Sir Richard, era general; el conde de Lytton, el padrino que le dio nombre, era virrey de la India. En la Universidad de Cambridge era un miembro muy querido del ultraelitesco y reservado grupo Apóstoles: los doce estudiantes universitarios más distinguidos intelectual y socialmente que se reunían los sábados por la noche para discutir ideas y comer sardinas con tostadas. Victorianos eminentes, libro en el que Strachey trabajó durante varios años y que salió poco después de cumplir 38 años, fue su obra maestra. Allí, de una manera tranquila, divertida e inmensamente elegante, desmantela todo lo que la generación de sus padres había asumido que era de importancia crucial. En el libro selecciona cuatro de los personajes más venerados de la época anterior. Su primer objetivo, el cardenal Manning, era el líder de los católicos ingleses: un administrador brillante, un manipulador aceitoso y (a los ojos incrédulos de Strachey) un personaje absurdo, que dedicaba su vida a una invención irracional. Luego dirige su fuego contra el absurdo general Gordon, quien, con gran aclamación pública, extendió el Imperio Británico hasta Sudán, guiado, como él imaginaba, por oscuros pasajes del Antiguo Testamento. El tercero en ser aniquilado es Thomas Arnold, quien había instigado una reforma educativa masiva –y completamente equivocada–, capacitando a una generación de oficiales militares y administradores coloniales moralistas. Finalmente, Strachey apuntó a Florence Nightingale, quien —admite— había mejorado la profesión de enfermería pero que, aunque defendía el aire fresco y el ejercicio como cura para todos los males, pasó toda su vida adulta tumbada en un sofá en una habitación a oscuras en la calle más chic y exclusiva de Londres. Strachey tenía razón: todos eran personajes extraños, y su prosa tranquilamente viciosa no puede ser más encantadora. Pero hay una extraordinaria ironía en su proyecto. Porque él también es, para nosotros, un individuo extremadamente raro y exótico. Él, como aquellos a quienes vitupera, es una criatura de su tiempo: distante (a menudo lamentaba las deficiencias de las personas «maleducadas»), enormemente privilegiado y narcisista (estaba inmensamente orgulloso de su barba castaña), cuyo conocimiento de La «vida real» se limitaba a encuentros ocasionales con carteros y jardineros corpulentos. Pero es precisamente la propia vulnerabilidad de Strachey al mismo ataque que desató contra otros lo que hace que su libro sea tan importante y conmovedor. Cada generación merece ser mostrada en su debilidad y condenada por su estupidez intencional. Lo mismo se aplicará, inevitablemente, a nuestra época. Las personas que son justas ahora serán consideradas por la intelectualidad del futuro meros bufones y pedantes, sus convicciones más ardientes parecerán dementes, sus valores más profundos les parecerán triviales, embarazosos o crueles, y sus victorias parecerán derrotas de la civilización. Leemos a Strachey cuando estamos en desacuerdo con nuestros tiempos. Y el mensaje más grandioso e involuntario de su obra es que todos los tiempos son una locura. Es decir, no somos desafortunados por vivir ahora, simplemente nos enfrentamos a la eterna locura del mundo en su forma actual.