JAGGER
Junio de 1967. Mick Jagger, entonces en el apogeo de su fama e influencia cultural, fue llevado en helicóptero a los jardines de una casa de campo en el sureste de Inglaterra para discutir sus puntos de vista sobre la vida moderna con un grupo de distinguidas figuras del establishment. Todo para un programa de televisión. Los productores eligieron a los interlocutores del rockstar por una razón escandalosa: no sabían nada sobre Jagger o su música. Uno de ellos fue un sacerdote jesuita: Thomas Corbishley. Inmediatamente admitió que no sólo no sabía nada sobre los Rolling Stones, sino que nunca había escuchado una sola canción de ninguna banda moderna. Sin embargo, estaba extremadamente interesado en Mick Jagger y, de manera paciente y amable, sondeó a la estrella para revelar más sobre sus creencias positivas en lugar de incitarlo a manifestar contra qué estaba en contra. Para los muchos millones de personas que vieron el programa, Corbishley debió parecer cómicamente fuera de lugar, una ridícula reliquia anticuada, anacrónica y aislada de la atmósfera de libertad, autenticidad y liberación de esos años. Pero, a su manera, el sacerdote fue una figura heroica e independiente con mucho que enseñar a sus contemporáneos. Había optado por ignorar las enormes presiones sociales, por no seguir al rebaño y, en cambio, dedicarse a cuestiones que le eran queridas. Cualquiera que fuera el entusiasmo generalizado por himnos como "Sympathy for the Devil" y "Honky Tonk Women", los intereses de Corbishly estaban depositados en otra parte: había traducido a Ignacio de Loyola, había escrito comentarios sobre San Agustín, había publicado una biografía de Pierre Teilhard de Chardin y, en varios libros, exploró lo que significaba ser católico después del Concilio Vaticano Segundo. El sacerdote estaba siguiendo una especie de estrategia de exilio voluntario de las preocupaciones actuales de su sociedad. No sentía ninguna necesidad de mantenerse al día con los restos y desechos de la cultura pop. Se sentía más cerca de lo que estaba sucediendo en París en 1254 que lo que estaba sucediendo en la tienda de la diseñadora Mary Quant en Londres en octubre de 1965 (acababa de lanzarse la primera tanda de minifaldas). Corbishley se contentaba con que lo consideraran ridículo porque tenía a mano su propio concepto bien definido de seriedad. Quizás uno no se da cuenta hasta qué punto hipoteca su vida interior a ideas recibidas que son gravemente ajenas a su verdadero yo. A veces uno empieza a ser libre cuando puede atreverse a volverse —en determinados ámbitos— deliberadamente ignorante, cuando ya no necesita saber los nombres de ciertos músicos que todo el mundo estima, cuando no se siente obligado a leer determinados libros prestigiosos, cuando los mejores destinos de vacaciones, la ropa, los escándalos e ideas políticas dominantes, resultan indiferentes, cuando uno se puede quedar en casa en lugar de asistir a fiestas con gente que no le agrada, y cuando oye hablar de una celebridad y se pregunta quién podría ser. Ya es bastante difícil tener que existir en una época determinada, pero tampoco se tiene que moldear la subjetividad a su imagen y semejanza.