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CUADERNO DE INTEGRACIÓN SOCIAL

[entrecruzamientos entre artes y humanidades, bienestar social y mental, con unos toques de poiesis y eudemonía]

CUADERNO DE INTEGRACIÓN SOCIAL · espejos, ventanas, lentes

[entrecruzamientos entre ciencia, artes y humanidades, bienestar social y mental, con unos toques de poiesis y eudemonía]

MORIRSE

Ella quiere –por supuesto– vivir para siempre. O por lo menos más allá de un buen siglo. Pero por más fervientemente desee que sea de otra manera, en algún momento, mucho antes de que se sienta preparada, será llamada a ocupar su lugar en la fila de los que se van. La llamada puede ser amable: a veces comienza con un mensaje aparentemente poco alarmante: Hay algo que me gustaría que exploremos más a fondo en los resultados de tus análisis... Familiares y amigos pueden resistirse ferozmente al veredicto e insistir en todas las alternativas posibles hasta el final. Siempre existirá la promesa de algún descubrimiento de última hora. De un milagro. Sin embargo, con el tiempo (como lo han hecho sus antepasados, incluso aquellos que secretamente se sentían tan afortunados en materia de salud como ella) se encontrará al borde del precipicio con una sola dirección hacia donde ir... La emoción que está invitada a adoptar es, con demasiada frecuencia, trágica: algo espantoso está por suceder, algo completamente contrario a todo, un insulto, una violación, una abominación. De ningún modo pretende minimizar los aspectos lamentables en juego ofreciendo algunas réplicas tranquilas, no para degradarse sino para reforzar su capacidad de gratitud y paz. Ha estado en esta escalera mecánica desde que nació. Se ha estado muriendo desde que nació. Lo único que cambia es la velocidad. Pongámonos el asunto en una perspectiva histórica más precisa. Si alguien llega a los treinta, habrá vivido más que la mayoría de la gente en toda Europa durante toda la Edad Media: una cohorte que incluía santos, reyes, profetas y los matemáticos y poetas más inteligentes. Sigue siendo una vida, aunque su duración no sea tan extensa como le hubiera gustado. Puede pensar que ha dejado muchas cosas sin hacer y sin decir, pero a quienes ama, en general, saben que así es, incluso si no lo ha repetido lo suficiente. Y aunque es posible que no haya logrado todo lo que estaba a su alcance, está en la naturaleza de su imaginación que sus planes siempre superen la realidad disponible. Está destinada a morir con una cuota de proyectos, amoríos y epifanías atrapadas en su interior. Pero si ha llegado a cincuenta, habrá estado viva alrededor de 438.000 horas. Habrá respirado 1.960 millones de veces y defecado 15.980 veces. Habrá tenido una generosa oportunidad de decir y hacer mucho de lo que realmente importa. Si llega a los sesenta y cinco años en un país desarrollado, es posible que haya salido a comer fuera mil veces, que haya estado de vacaciones sesenta veces. A los setenta, podría haber visto 6.240 películas, leído 1.320 libros y comido 12.900 paquetes de galletas. ¿Cuándo es suficiente? Es posible que todavía quiera ver el extremo sur de Nueva Zelanda y los museos más interesantes de Génova, pero ¿aún no se hace una idea general?, ¿no está claro de qué se trata esto?, ¿no podría su miedo a la muerte enmascarar alguna otra preocupación, mucho más real, a la que vale la pena prestarle atención, que no es que no tenga suficiente tiempo per se, sino que no sabe cómo sacar valor de la vida, por larga que sea? Podría vivir otros veinte años, podría estirarlo hasta los treinta, pero ¿no reside el problema sustancialmente en otra parte? Está muy bien que esos gurús del fitness la alarmen e hipnoticen con sus promesas de diez o veinte años más, pero si cincuenta no son suficientes, probablemente nada lo será. Estos profetas de piel curtida deberían ayudarla a trabajar en sus mecanismos de apreciación y comprensión, no en su capacidad pulmonar y eficiencia cardiovascular. Su queja contra la muerte es, en última instancia, una admisión de que no ha aprendido a vivir. Su objetivo no debería ser alargar aún más el tiempo. Debería estar preparada para partir prácticamente en cualquier momento después de unas cuatro décadas en este ajetreado planeta. Es triste partir, por supuesto, pero no tiene por qué ser devastador ni indignante. Habrá aprendido a vivir –y a merecer adecuadamente el regalo que se le ha dado– una vez que sepa decir un adiós relativamente claro, relativamente poco trágico y oscuramente divertido.

Carlos Castro Rincón