ZEBRA
Supuestamente el mejor momento y lugar para ir a ver miles de cebras es durante la temporada de lluvias, mientras viajan desde las llanuras inundadas del río Chobe en Namibia hasta las praderas de la región de Makgadikgadi en Botsuana, a 500 kilómetros de distancia. Sus rayas son tan sorprendentes que cuesta creer que no han sido pacientemente pintadas por un hábil artista. Cada ejemplar tiene una raya dorsal gruesa que va desde la frente hasta la cola, y rayas ramificadas que descienden a lo largo del cuerpo excepto donde se arquean y dividen sobre las patas delanteras y traseras. Cada culo tiene su patrón único, permitiendo que sus crías encuentren a su madre en la manada, mientras que el brillo colectivo de las líneas confunde a sus depredadores más temidos, el león y la hiena, que son daltónicos, y también proporciona protección contra las moscas, que parecen evitar posarse en una decoración tan complicada. Las cebras pueden compartir una ascendencia común con los caballos, pero no tienen la docilidad ni el deseo de ayudar a los humanos que éstos tienen, un factor que ha condicionado la historia. Pero no es que los humanos no hubieran intentado que tiraran de sus arados o llevaran su equipaje. Lo que pasó fue que cada esfuerzo fue cómicamente fallido. En el siglo XIII, el sultán Baibar de Egipto envió una cebra a Alfonso X de Castilla, que inmediatamente tiró al rey de su lomo. En el siglo XV, una cebra regalada por un rey somalí al emperador de China se volvió tan indomable que tuvo que ser sacrificada. Los alemanes intentaron crear una división montada de cebras en Namibia y perdieron diez hombres en el proceso. Y a finales del siglo XIX, el excéntrico zoólogo Walter Rothschild ató seis de ellas a un carruaje e intentó conducir hasta el Palacio de Buckingham, pero se escaparon y huyeron por el campo de Hampshire. De los 148 herbívoros terrestres más grandes, los humanos sólo hemos logrado domesticar cinco tipos: ovejas, cabras, vacas (incluyendo bueyes), cerdos y caballos. Y hemos tenido un éxito moderado con otros nueve: camellos árabes de una joroba, camellos bactrianos de dos jorobas, llamas y alpacas, burros, renos, búfalos de agua, ganado Bali, mithans y yaks. Esencialmente, ninguno de estos catorce era originario de América del Norte, Australia o África subsahariana, mientras que América del Sur tuvo que conformarse con llamas y alpacas, que no son muy útiles con los arados y se derrumban fácilmente cuando alguien intenta montarlas. Por lo tanto, los grandes animales útiles solo existían en Eurasia, y esta quizá sea la abrumadora razón principal por la que sus sociedades pudieron desarrollarse mucho más rápido que otras, y por lo tanto determinaron por qué algunos terminaran colonizados y otros colonizadores. Sin un animal para tirar de un arado y llevar cosas pesadas, había —hasta la invención de la energía a vapor— un límite estricto para el desarrollo posible. Resulta, entonces, que la negativa de la cebra a ayudar a los humanos fue más o menos directamente responsable del relativo empobrecimiento económico de las regiones en las que habitaba. Podemos, desde cierto punto de vista, casi admirar a la cebra por su firmeza; cualesquiera que fueran los incentivos, no iba a trabar amistad con humanos ni atar su destino a sus caprichos. Las cebras lesionan a más cuidadores de zoológicos por año que los tigres. Son imposibles de atar con una cuerda y todavía no han sido montadas con éxito a ninguna distancia. Cada uno de nosotros se somete a tanto, y a veces sin razón alguna, que podría inspirarse de vez en cuando en su independencia, en la mente obstinada de este fastuoso animal. «Puedes ser dócil porque te golpeen o porque te acaricien, la cosa es que nadie quiere ser dócil».