ESNOBISMO
Qué extraña forma de vida es el esnobismo. Pongo una canción de reggaetón. Y lo primero que siento es rechazo, un rechazo pedante, un rechazo previsible cuando has dedicado la mayor parte de tu existencia a cultivar mecanismos para sentirte por encima de los demás. La pauso. Pienso: eso no va conmigo, y todo lo que va conmigo es mejor que eso. ¿Pero por qué? ¿Cómo es que creo que mis gustos constituyen la parte central de mi identidad? ¿Y de dónde viene este apego existencial a mis consumos culturales y el desdén por el de los demás? ¿Ese extremo apego a mis gustos —a mi estatus cultural autopercibido, digamos— tiene algo que ver con mi constante sensación de desarraigo, con mi aislamiento, con mi desconexión intermitente de la realidad?
Más o menos desde los 12 años protagonicé un cuento en el yo era el único que sabía de qué iba realmente la cosa en la buena literatura, la buena música, el buen cine. Algo que me hacía sentir fenomenal, indudablemente superior a consumidores menos sofisticados que yo. Me importaba muchísimo la sensación de pertenencia a algún tipo de élite intelectual —no económica sino simbólica, no social sino individual—, una élite imaginaria, fantasmal. En ese momento no sabía, desde luego, que la identidad, cuando se comporta como un producto aspiracional que compite en un mercado es, paralelamente, una derrota política, una rendición ante dinámicas de consumo que pueden hacer que la vida sea más insípida, narcisista y aburrida. Un ejemplo: la banda sonora del barrio suburbano en el que crecí era latina, tropical, caribeña; la banda sonora de mi cuarto, prácticamente anglosajona. No tenía religión ni ideología, pero tenía auténticos ídolos culturales: Thom Yorke me parecía más cercano que Rubén Blades. No me veía como una pieza más en el engranaje del consumo, y creía que estaba a salvo, fuera del populacho, de todo chabacano folclor. Negaba que afuera estaba pasando algo igual de interesante y conmovedor, incluso más horizontal y más empático. Mi huida desembocaba, siempre, en indiferencia, y mi intolerancia, a veces, en fundamentalismo.
Y es que mi narcisismo cultural agudo —ese sentimiento adolescente de que mis preferencias eran objetivamente más valiosas— hacía que me burlara, reprobara y en algunos casos hasta despreciara a quienes no compartían mis gustos e intereses, como si esas personas pertenecieran a un mundo completamente diferente al mío, como si las convenciones que a mí me gustaban fueran mejores que las convenciones que disfrutaban otros. Pero yo sabía que no era diferente, simplemente usaba la diferencia para distinguirme y separarme, manteniéndome a raya de cualquier tejido familiar o social. Veía a los demás como conformistas culturales, brutos cuyas conversaciones estaban plagadas de limitaciones, fanfarronerías, juicios apresurados, generalizaciones desinformadas y vulgaridades. Y esto tenía que ver más con con la satisfacción de sentirme más inteligente que los demás que con la realidad. Claro, nada resulta tan acogedor como mirar a la sociedad desde arriba. Sin embargo, el más influenciable y el menos crítico era yo, no todos los demás que ponía por debajo de mí. Me creía especial, pero en el fondo era el perfecto enajenado: adicto a las ofertas de la industria cultural más pseudoexquisita, impermeable a cualquier tema común, a cualquier conflicto común.
Pero, ¿cómo es que alguien deja que sus gustos personales sean más significativos que sus experiencias sociales? En Rastros de Carmín, el historiador Greil Marcus transmite la idea de que para comprender realmente el punk hay que ser un experto en vanguardias europeas, no en frustración juvenil; una cosa rarísima: como si el dadaísmo hubiera sido más importante para la aparición de los Sex Pistols que los altos índices de desempleo en Inglaterra. Refugiado en alta literatura, en el cine de autor y en la música «alternativa», mi esnobismo nunca me dejó desarrollar un sujeto político, pero sí un sujeto hedonista e individualista, es decir, inofensivo para el poder. Alejado de todo aquello que hablaba de alegrías y tristezas comunitarias no me daba cuenta de que toda escena cultural es reflejo de la época en la que surge y al mismo tiempo puede ser víctima de sí misma a través del arma más poderosa de que dispone el capitalismo: el mercado.
Un mercado al que siempre le conviene activar mecanismos de diferenciación, que la gente comparta valores como el culto a la independencia (no a las relaciones), el refinamiento estético (no el compromiso político o la disidencia) o el apoyo a la meritocracia (no a inquietudes por la igualdad de derechos). Por lo que quien gana en esta dinámica es la industria cultural, la de los análisis en los medios y la publicidad encubierta, que ve cómo se recubre de prestigio la figura del consumidor sofisticado que ayuda a sacralizar los mismos productos que vende. Y yo, por mera superioridad intelectual, todo el rato prefería obras distintas a las que triunfaban en la industria. Y cuando a veces disfrutaba de los productos masivos lo hacía de forma irónica porque me consideraba demasiado especial para hacerlo de corazón, como quien cree que acercarse a los intereses de los otros es signo de aborregamiento cuando quizá el problema es que la propia necesidad de sentirse único y especial es más fuerte que cualquier forma de socialización. La ironía quizá es una forma de no implicarse. Si algo te gusta irónicamente y resulta que no es tan bueno, siempre puedes decir: bueno, es que no estaba muy implicado. La ironía es la burbuja que te separa de la vida.
Me autoconvencía de que pasar horas delante de una pantalla viendo unas películas o escuchando unos discos o leyendo unos libros era un acto cultural de primera magnitud. Pero ahora reconozco que no era auténtica voracidad cultural, sino desesperación por parecer sofisticado. Me pasaba horas en Internet leyendo a los supuestos especialistas en música, por ejemplo, más centrados en los discos que en los lugares de encuentro y relación para escucharlos. Y es que lo que en el periodismo cultural pasa por experimental, por avanzado, está relleno de una jerga rimbombante que implícitamente rechaza las relaciones sociales, que son, paradójicamente, la base de toda comunidad cultural y de la inmensa mayoría de los descubrimientos artísticos más interesantes. Los artefactos culturales más rompedores han estado al alcance de cualquiera, a quienes les llegó sin necesidad de la petulante asesoría de los expertos.
Las artes son sobre todo fuentes de diversión compartida, no ladrillos de identidad. Pero a mí, estar al tanto de lo que los demás no estaban al tanto se convirtió en una especie de premio cultural que me otorgaba yo mismo. Mitad por ansias artísticas, mitad por distinguirme de esas cosas horrendas que consumían los demás. Todos mis arrebatos de supuesta lucidez eran meros gestos de esnobismo. Lo peor: creía que para ser un entusiasta de A debía despreciar a B, así que nunca podría ofrecerle mi auténtica amistad a alguien que disfrutara de Daddy Yankee o Isabel Allende y no le gustara Radiohead o Borges. Y que este pensamiento lo tuviera con tono de orgullo en vez de con temor a padecer algún desequilibrio mental ahora me resulta sumamente interesante. De hecho, glamurizaba los problemas mentales, ese no adaptarse al mundo, ese rechazar la normalidad, una normalidad vista como vulgaridad, cuando en realidad ser una persona normal requiere muchísimas habilidades. Además, creía que el pesimismo era un signo de inteligencia, que mis productos (comprados, robados, descargados, casi todas obras supuestamente no convencionales, introspectivas, melancólicas y depresivas) eran certificados de genialidad, y que la alegría decerebrada fuera de mi cuarto era señal de simpleza y vulgaridad. Me encerraba a profesar devoción por productos magníficos, acaso para ver si de tanto adorarles se me pegaba algo. Por lo que todo lo que consumía tenía más que ver con mis necesidades como oyente, lector o espectador que con las auténticas cualidades de los artistas o de sus trabajos; seguramente los mejores contrapesos para mi vida de entonces: pasiva, previsible y muchas veces hasta pueril. Pero sobre todo irónica.
La ironía, justamente uno de los registros más peligroso de la posmodernidad, donde es sumamente importante la satisfacción de sentirse superior. Algo que funciona como un escudo que nos defiende de la crítica y al mismo tiempo nos faculta para criticar a los demás. La ironía es el discurso más defensivo, que nos permite esquivar la responsabilidad por nuestras elecciones, tanto estéticas como éticas. Una actitud muy parecida al cinismo. Un consumismo cínico que, en mi caso, me provocaba orgullo en lugar de remordimiento. Un cinismo que me entumecía. Y entonces esta extrema centralidad en mis gustos provocó que considerara mi pequeña biblioteca o mis discos como partes cruciales de mi identidad, símbolos de mi autoestima y de mi estatus. Ahora sé que durante la juventud todas nuestras preferencias estéticas son el reflejo de nuestras aspiraciones sociales. Y es que, en realidad, el consumismo no sólo tiene que ver con consumir, sino con la forma en que nos definimos por nuestros gustos. En efecto: casi todo a nuestro alrededor está diseñado para que nuestras preferencias sean nuestra principal seña de identidad, algo que, esnobismo mediante, sirve para sentirnos por encima de los demás. Un mero artilugio de distinción.
No se me pasaba por la cabeza que estuviera enajenado justo ahí en la élite irreal del buen gusto, junto a mis mejores amigos; unas amistades establecidas, por cierto, más por ese «buen gusto» cómplice —un odioso sistema clasificatorio que hace que prestes más atención a las personas de tu entorno que saben quién es Pier Paolo Pasolini, Sigur Rós o Trent Reznor—, que por hondo afecto y un conjunto semejante de valores compartidos. Un enfoque individualista que no tardó en traducirse en lazos sociales débiles, ya que el esnobismo, en su variante colectiva, no ayuda especialmente a construir relaciones más cálidas, sensatas y fiables: «no, cómo ahora te puede gustar el Hip Hop, qué asco». Y qué curioso, aunque todavía converso con algunas de esas personas, cabe preguntarme: ¿son amistades sólidas y solidarias o son personas cuyo número de teléfono no he perdido con el paso del tiempo y con las que de vez en cuando me escribo prácticamente sólo para hablar de lo que consumíamos o de lo que estamos consumiendo? Amigos revival, de reciclaje y recurrencia, retromaníacos ciegos a otros paisajes culturales. Nosotros. Lo nuestro.
Siempre pensaba qué cinco discos me llevaría a una isla desierta, nunca qué cinco canciones pondría en una fiesta para escuchar y bailar con gente. Para mí el summum de la inteligencia humana eran esos personajes que demuestran su lucidez huyendo de la vida pública. Privilegiaba a cualquier artista que hiciera cosas para disfrutar en solitario frente a quienes hacían algo para disfrutar de manera colectiva. Por lo que rígido, tristón y pretencioso con mi posición cultural, con el respeto y la voluntad de diálogo brillando por su ausencia, siempre tuve problemas para tejer relaciones sociales fuertes. Porque estaba demasiado ocupado con mis elementos, todos empaquetados en culto blablablá. Recuerdo que mis tíos sacaban unas sillas y se sentaban en la acera, ponían a todo volumen música de géneros que me parecían vomitivos, bebían, bailaban y cantaban en la calle con sus amigos, brindando con sus cajas de cerveza por las pequeñas alegrías de su periférica existencia, que también era la mía (aunque me negara a verlo). Es decir, cultivaban un fuerte sentido comunitario, dándole más importancia al placer que a la solemnidad, creando una atmósfera cordial y festiva, celebrando cómo resolvieron esa semana para tener, aunque fuera provisionalmente, una vida digna. La banda sonora de la protesta y el romance, de lucha y el regocijo. Mientras, yo en mi cuarto, encerrado en mí mismo, evitaba los dramas, las tragicomedias de afuera, cultivaba mi yo marcando distancias y cerrando la puerta, sintiéndome por encima de aquellos a los que les gustaba lo popular, y con un miedo tremendo a confundirme con esa masa. No voy a compartir, a pasármelo bien con esa gente, porque eso me degradaría culturalmente, pensaba. Tanto así que exponerme a las obras de artistas que gustasen a la gente corriente me lo tomaba como una derrota personal. Había llegado a la conclusión de que la vida era una mierda y de que la única acción con sentido era revolcarme en el placer proporcionado por mis productos culturales, solo o con cuatro compinches igual de esnobs.
Y ahora, alinearme exclusivamente a la alta cultura o al underground ya no me parece un signo de sofisticación, sino de patetismo, de petulancia. Un gesto que sólo sirve para cultivar un triste individualismo que todo el tiempo rebaja e ignora otros contextos sociales, artísticos y estéticos, otras formas de apreciación y placer cultural. La cultura —esa cosa sin la cual no tendríamos suelo, no entenderíamos el mundo, la que se ocupa de que cada generación entienda el mundo al que llega y la sociedad adquiera las formas que tiene, y que es, por tanto, conservadora, pero que al mismo tiempo es producción, creación, transformación, apertura a lo que no hay, ruptura y proposición de nuevas posibilidades: progreso— es uno de los recursos para hacer la vida más sencilla, intensa, compartida y gozosa. Por eso espero no volver a ser el clautrofóbico prisionero de mi propio esnobismo. Le doy al play, subo el volumen, muevo el cuerpo y veo qué puede pasar adentrándome en un territorio sonoro desconocido.