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CUADERNO DE INTEGRACIÓN SOCIAL

[entrecruzamientos entre artes y humanidades, bienestar social y mental, con unos toques de poiesis y eudemonía]

CUADERNO DE INTEGRACIÓN SOCIAL · espejos, ventanas, lentes

[entrecruzamientos entre ciencia, artes y humanidades, bienestar social y mental, con unos toques de poiesis y eudemonía]

JUEGO

Examinemos una de las formas de expresión humana más antiguas: el juego. Jugar es explorar posibilidades, probar límites, ir más allá de lo funcional y utilitario y entrar en el reino de lo inesperado (e incluso a veces de lo inapropiado). El punk rock jugaba con las convenciones musicales; las revoluciones políticas juegan con el orden establecido; las nuevas ideas juegan con las viejas ideas. Al experimentar el juego, nos estamos entrenando para ser flexibles, creativos y críticos, porque el juego implica no aceptar las cosas como son. A medida que jugamos con algo, comenzamos a entenderlo de nuevas maneras, incluso transformamos ese algo en algo nuevo. El juego es como un parásito al revés, descaradamente generoso: se aferra a otras cosas —comportamientos, objetos, situaciones—, pero en lugar de chuparles la vida, hace exactamente lo contrario: las anima. Abre potenciales que nunca se hubieran creído posibles. El juego también nos pone en una extraña danza de cooperación y competencia, donde llegamos a conocer a los demás y a nosotros mismos más profundamente.

Pero también el juego acarrea conflicto. Cada juego enfrenta a los jugadores entre sí en un sistema de conflicto, y este «conflicto», a pesar de sonar negativo, no es más que una especie de competencia antagónica; de hecho, el conflicto en los juegos siempre es de alguna manera colaborativo: esto debido a que todos los participantes aceptan, voluntariamente, participar juntos en el juego; si nos obligan a jugar, eso ya no es jugar. Pero retrocedamos: desde juegos de mesa de 5.000 años de antigüedad hasta los videojuegos más exitosos de este año todos los juegos presentan una especie de conflicto colaborativo y consciente. La lucha continua de los juegos entrelaza energía y compromiso con la experiencia. Cuando jugamos participamos en un conflicto productivo, un conflicto alegre, un conflicto significativo. El conflicto es parte de la maquinaria dramática de un juego: algo que se apodera de nuestras emociones. Ya que como todo buen narrador sabe, no hay drama sin conflicto. El conflicto es la chispa que ayuda a que los juegos se enciendan en nosotros. Y parte del miedo que a veces evocan los juegos (por ejemplo, el miedo a los videojuegos violentos que conducen a la violencia real), proviene de un malentendido de nuestra relación con el conflicto inherente a los juegos. Cuando jugamos un juego no nos confundimos acerca de si el juego es real o no, somos capaces de perdernos en el juego porque (paradójicamente) sabemos que es artificial. El conflicto en los juegos es como dos actores luchando en un escenario: un combate artificial y teatral. El público que mira desde sus asientos no se precipita hacia el escenario para intervenir y detener la pelea; todo lo contrario: se sientan en el teatro y suspenden momentáneamente su incredulidad. Pueden ser atrapados por el drama de la pelea, pero al mismo tiempo saben que todo es un artificio.

En su ensayo A Theory of Play and Fantasy (1955), el antropólogo Gregory Bateson observó que cuando un perro, jugando, muerde a otro perro, está comunicando dos cosas: significa «Te estoy mordiendo» (una especie de significante para el mordisco), y también significa «No te estoy mordiendo, sólo estoy jugando». Incluso los perros, en cierto sentido, suspenden momentáneamente su incredulidad. Cuando participamos en el conflicto artificial del juego, por tanto, participamos en esta metaconciencia de múltiples capas. Sin embargo, a veces el juego puede salir mal. Un conflicto artificial puede devenir conflicto real, un momento de pánico se intensifica y el espíritu colaborativo del juego es sustituido por una lucha real; es decir, el conflicto frágil y artificial de los juegos puede desangrarse en la realidad, y de maneras muy desagradables. «Es sólo un juego» no se sostiene cuando el juego adquiere formas abusivas. Todo depende de la comunidad que surge cuando jugamos.

Bernie De Koven (diseñador de juegos estadounidense) ve este tipo de comunidad de juego como un espacio para alcanzar una comprensión más verdadera de uno mismo. En su libro The Well-Played Game (1978) describió el poder de darse cuenta de que los jugadores pueden elegir cambiar el juego en sí, si quieren jugar mejor juntos. Pero esto no es una interrupción gratuita en sí misma, es el juego profundo que difumina las líneas entre el jugador y el creador. Nos desafía a ser más sensibles y abiertos el uno con el otro, requiere atención activa a las necesidades de los demás en el momento del juego. Para De Koven, la comunidad de jugadores que surge de un juego ofrece oportunidades para que las personas practiquen ser mejores, juntas. Estas no son solamente ideas abstractas. Cada momento de juego es una oportunidad para ejercer la colaboración con otros seres humanos y explorar el contrato social del juego.

Entonces el potencial del juego para unirnos unos a otros es paralelo a su potencial para enseñarnos sobre nosotros mismos. Cada partido es una oportunidad para también jugar con lo que somos. En el juego esto sucede cada vez que asumimos nuevos roles: soy la baronesa dueña de un imperio ferroviario, soy un ninja sigiloso, soy un ejército, soy una detective. A través de los juegos podemos probar nuevas versiones de nosotros mismos. En ese sentiso, algunos son aspiracionales; otros, transgresores. Da igual: el juego es un contexto en el que las identidades pueden ser descubiertas, exploradas y evolucionadas. Por ejemplo, en un equipo de fútbol se nos puede dar: una posición para jugar (delantero), un papel en el equipo (capitán), una identidad histórica (el mismo número de camiseta que un gran futbolista), una identidad profesional (empleado que trabaja), un rol protagónico en una narrativa mediática (prodigio prometedor o celebridad).

Para Piaget, el juego es incluso una lente para explorar cómo se desarrolla nuestra moral. En El juicio moral del niño (1932), el psicólogo trazó las formas en que los niños llegan a entender las reglas del juego de las canicas. En su Suiza natal, Piaget descubrió que la forma en que los niños jugaban el juego era extremadamente local: las diferentes reglas para marcar un círculo, disparar tus canicas, capturar oponentes (y a veces mantenerlos) variaban de una ciudad a otra y de un barrio a otro. Estas reglas eran puramente de cultura infantil, tradiciones transmitidas de niños mayores a niños más pequeños, libres de la interferencia adulta o de la comercialización de los medios de comunicación de masas. Y Piaget descubrió que los niños se mueven a través de tres etapas diferentes a medida que aprenden a jugar con las canicas: 1. los niños más pequeños tienen una vaga sensación de que hay reglas que se supone que debes seguir, pero no entienden muy bien cómo funcionan: jugarán, dibujando un círculo en la tierra y tal vez golpeando una canica o dos, pero no comprenderán completamente todo el sistema; 2. comienza alrededor de los cinco años: los niños pueden comprender las reglas de las canicas y jugar completamente el juego, pero de una manera muy particular: sostienen las reglas como una especie de autoridad sagrada y juegan estrictamente según las reglas solamente, y no permitirán ninguna flexión o ruptura de ellas; para ellos sólo hay una forma correcta de jugar el juego; 3. comienza alrededor de los 10 años: los niños llegan a ver las canicas como un contrato social, un conjunto de reglas que ganan su autoridad sólo porque los jugadores aceptan seguirlas; esto significa que, si todos están de acuerdo, las reglas se pueden cambiar. Y así es esencialmente como los adultos ven los juegos también: como una construcción social voluntaria. Por lo que el juego es maravillosamente flexible pero también bastante frágil: ocurre sólo si todos estamos de acuerdo con él.

El sociólogo Gary Alan Fine, en su libro Shared Fantasy (1983), destiló tres capas distintas sobre las que opera la identidad para los participantes en juegos de rol como Dungeons and Dragons: existe la capa del personaje en el juego, que se expresa cuando los jugadores toman acción en el mundo del juego o hablan con la voz de su personaje ficticio; existe la capa de jugador, ya que manejamos estadísticas y tiramos dados, tratando de burlar al maestro del juego y acumular puntos para el siguiente nivel; y existe la capa de persona, con relaciones y responsabilidades fuera del juego: ¿a quién le toca pagar la pizza?, ¿por qué no hay más mujeres en nuestro club? Jugar un juego no significa ocupar sólo una de estas capas, significa existir en todas ellas al mismo tiempo: parpadear entre distintos niveles, y por eso todo juego también es un juego con la identidad. Nos hace navegar por posiciones sociales.

Luego está la idea de inmersión: dejar atrás el mundo real y perderse por completo en mundos y personajes ficticios. La inmersión en algunos momentos puede ser también inmersión en una realidad ideológica, debido a que las identidades de los jugadores existen, simultáneamente, en el mundo artificial del juego y en el mundo real, un mundo real en el que también nos involucramos y transformamos identidades, participamos en la colaboración y en el conflicto, alineados con otros, contra otros y contra nosotros mismos.

Carlos Castro Rincón