INSEGURIDAD
La era de la inseguridad. Unirse mientras las cosas se desmoronan es un libro de la cineasta, documentalista, escritora y activista canadiense Astra Taylor. Mediante un artículo publicado en The New York Times en agosto de 2023, Taylor adelanta las líneas argumentales de su libro: aborda la inseguridad como una de las cuestiones más complejas del momento actual, una inseguridad fabricada para condicionarnos frente al sistema social y económico de nuestro siglo. Desde 2020, el 1% más rico de la población mundial ha captado casi dos tercios de toda la nueva riqueza creada, y ese mismo 1% más rico posee casi el doble de dinero que el resto de la población mundial. A principios del año pasado, se estimaba que 10 hombres multimillonarios poseían seis veces más riqueza que los 3.000 millones de personas más pobres de la Tierra. En Estados Unidos, el 10% de los hogares más ricos posee más del 70% de los activos del país. Estas estadísticas se han vuelto familiares, y desde que fue catapultada al escenario del debate público —hace más de una década—, la desigualdad ha sido un tema frecuente de conversación. Sin embargo, por muy importante que haya sido centrarse en la crisis de desigualdad, también ha resultado insuficiente para explicar el presente. Si queremos comprender la vida económica contemporánea, dice Taylor, necesitamos un marco más amplio. Necesitamos pensar en la inseguridad. Mientras que la desigualdad nos anima a mirar hacia arriba y hacia abajo, a los extremos de indigencia y opulencia, la inseguridad nos anima a mirar hacia los lados y reconocer puntos en común potencialmente poderosos. Si la desigualdad puede reflejarse en las estadísticas, la inseguridad requiere hablar de sentimientos, tanto personales como políticos. Los problemas económicos también son emocionales: la vergüenza cuando llama un cobrador, la adrenalina cuando vence el alquiler o la hipoteca, la incertidumbre cuando se piensa en la jubilación. Y a diferencia de la desigualdad, la inseguridad es más que una combinación binaria de ricos y pobres, su universalidad revela el grado en que el sufrimiento innecesario está muy extendido; incluso entre aquellos a quienes parece que les va bien. Todos estamos en distintos grados abrumados y aprensivos, temerosos de lo que nos depara el futuro. Estamos en guardia, ansiosos, incompletos y expuestos al riesgo. Para hacer frente a la situación luchamos y nos esforzamos protegiéndonos contra amenazas potenciales, trabajamos duro, compramos mucho, nos apresuramos, ahorramos, invertimos, hacemos dieta, nos automedicamos, meditamos, hacemos ejercicios. Y, sin embargo, la seguridad, en su mayor parte, se nos escapa.
Por supuesto, vivir con incertidumbre y riesgo no es nada nuevo; la naturaleza precaria e impredecible de la vida es lo que ayudó a inspirar a los antiguos estoicos a aconsejar la ecuanimidad y a los pensadores budistas a desarrollar el concepto del zen. Una especie de inseguridad existencial es humanamente inevitable, surge de depender de otros para sobrevivir, de ser vulnerable a enfermedades y heridas físicas y psicológicas y al hecho inminente de la muerte. Es un tipo de inseguridad de la que nunca podremos escapar por completo, o contra la que nunca podremos protegernos, por mucho que lo intentemos. Pero la inseguridad existencial no es el punto. La forma en que estructuramos nuestras sociedades podría hacernos más seguros, pero la forma en que las estructuramos ahora mismo hace que no lo seamos tanto. A esto llama Astra Taylor la inseguridad fabricada. Mientras que la inseguridad existencial es una característica inherente de nuestro ser, y algo que debemos aceptar y de lo que debemos aprender, la inseguridad fabricada facilita la explotación al producir un asalto casi constante a nuestro bienestar y nuestra autoestima. De diferentes maneras, filósofos, políticos y economistas han señalado cómo nuestro sistema económico capitaliza las inseguridades que produce, que luego estimula y perpetúa, haciéndonos a todos inseguros por diseño. Sólo teniendo en cuenta la profundidad de la inseguridad fabricada será posible imaginar algo diferente.
La inseguridad fabricada está lejos de ser inevitable, y sin embargo, se está intensificando. Los mismos acontecimientos que han aumentado la desigualdad en las últimas décadas, incluida la desregulación de las finanzas y las empresas y el declive del estado de bienestar, han aumentado la inseguridad y no han dejado ileso a nadie, ya sea rico o de clase trabajadora. Mientras que los relativamente privilegiados buscan protegerse del riesgo, e incluso aprovechar las crisis periódicas, el hecho es que han amañado un juego que no se puede ganar, que los mantiene estresados y luchando. ¿Quién se preocupaba por la grasa de sus mejillas hace 30 años? ¿Quién no se ha sorprendido sintiéndose inseguro o insegura por la forma en que se peina? ¿Por los ajustes de los pantalones, la marca del coche, el tamaño de la casa o la forma en que está decorada? El capitalismo se alimenta de malos sentimientos. La gente descontenta compra más cosas, una idea que, ya en los años 30 en EEUU, se expresaba sin rodeos: los clientes satisfechos no son tan rentables como los descontentos. Es difícil imaginar que un departamento de publicidad o marketing nos diga que en realidad estamos bien, y que es el mundo (no nosotros) el que necesita cambiar. Mientras tanto la inseguridad fabricada nos anima a acumular dinero y objetos, como sustitutos de los tipos de seguridad que, en realidad, no podemos comprar: la conexión, el significado, el propósito, la satisfacción, la seguridad, la autoestima, la dignidad y el respeto, y que sólo pueden ser verdaderamente encontrados en comunidad con otros.
Parte del poder insidioso y abrumador de la inseguridad es que, a diferencia de la desigualdad, es subjetiva. Los sentimientos, o cómo se sienten realmente las personas reales, rara vez se reflejan racionalmente en las estadísticas. No es necesario estar en lo peor para sentirse inseguro, porque la inseguridad resulta tanto de las expectativas como de las privaciones. A diferencia de la desigualdad, que ofrece una instantánea de la distribución de la riqueza en un momento determinado, la inseguridad abarca el presente y el futuro, anticipando lo que puede venir después. Esta es la razón por lo que la inseguridad afecta a personas en todos los peldaños de la escala económica; incluso si, como era de esperar, su extremo más duro está reservado para aquellos que se encuentran abajo del todo. La creciente desigualdad y la inseguridad que provoca se correlacionan con mayores tasas de enfermedad física, depresión, ansiedad, abuso de drogas y adicciones. Vivir en una sociedad consumista y altamente competitiva hace que todos sean más conscientes de su estatus, estén más estresados y enfermos. Sintiendo el miedo a perder. Por lo que la riqueza misma se convierte en una fuente de preocupación. Después de todo, los activos deben protegerse y crecer para que las fortunas no disminuyan, no se pierdan. Cuando la inseguridad llega a cierto punto, el miedo a perder nos impide disfrutar de lo que ya poseemos, el cuidado de preservar nos condena a mil preocupaciones y tristes y dolorosas, que sin embargo siempre corren el riesgo de no lograr su fin. Esto se refiere al dinero y a los objetos que los ladrones pueden llevarse, pero también habla del estatus, que es imposible de robar, pero nunca es seguro. En un mundo de extremos económicos, incluso los más prósperos tienen miedo de perder estatus, de caer tanto en su patrimonio como en su autoestima: es esta inseguridad la que los mantiene siempre aferrados a lo alto. Estas personas sufren lo que los economistas llaman desigualdad fractal: para aquellos atrapados dentro de la vertiginosa trampa del fractal, la sensación abrumadora es de inseguridad. La persona que está endeudada mira a la persona que tiene cero dólares, que a su vez mira a la persona que tiene 50 mil dólares, que a su vez mira a la persona que tiene medio millón de dólares, que a su vez mira a la persona que tiene un millón de dólares en el banco, que mira a la persona que tiene el doble de activos, y así sucesivamente. Se trata de una disforia de sentir que no se tiene suficiente, incluso cuando objetivamente se tiene mucho. No es simplemente una reacción espontánea al ver a los demás con más, sino más bien la consecuencia de vivir en un entorno inseguro y de riesgo, un mundo en el que no hay límites superiores o inferiores para la riqueza o para la pobreza.
Hace unos años se popularizó la instalación de cámaras en comercios y oficinas, con el objetivo de resguardar la seguridad del lugar. Pero en realidad lo que se produjo fue la construcción de cientos de miles de panópticos, donde los jefes podían conectarse en cualquier momento y desde cualquier lugar y ver, desde casi todos los ángulos, qué cosas estaban haciendo sus empleados, aumentando su preocupación por ser despedidos. Las cámaras de seguridad no habían sido instaladas para que el personal estuviera más seguro, estaban allí para hacerlos sentir inseguros a la hora de conservar sus puestos de trabajo. Esta inseguridad fabricada refleja una teoría cínica de la motivación humana, que dice que las personas trabajarán sólo bajo la amenaza de coacción y no por un deseo de crear, colaborar y cuidarse unos a otros. Lo que algunos economistas llamaron el angustioso problema de la inseguridad es una característica inherente a nuestro sistema económico competitivo, que toma la forma de desempleo episódico para el trabajador, por un lado, e insolvencia ocasional del empresario por el otro. Junto con la zanahoria de la recompensa en dinero, debe ir el garrote del desastre económico personal. Hoy en día las personas pueden tener los mismos trabajos que tuvieron sus padres o abuelos antes que ellos (académicos, oficinistas, obreros, conserjes, conductores, repartidores), pero ahora a menudo son adjuntos, trabajadores temporales o empleados precarios, con pocas perspectivas de ascenso o mejora en sus beneficios laborales, en caso de que los tengan. Pero incluso si logras ascender en las filas profesionales no puedes darte el lujo de descansar; sólo se necesita una crisis suficientemente devastadora para reducir a los que alguna vez fueron afortunados a un estado de precariedad o pobreza. Los negocios podrían caer repentinamente. Un trabajo podría automatizarse o deslocalizarse. Las acciones de una cuenta de ahorro podrían colapsar. El valor de las viviendas caer en picad. Podría ocurrir otra pandemia aún más mortal.
La escritora Bárbara Ehrenreich, en un estudio de 1989 sobre la psicología de la clase media, denominó a esta condición miedo a caer, pero hoy el escenario se siente más precario que nunca y todos tienen miedo de lo que hay debajo. La historia —incluida la historia reciente— muestra que los tiempos difíciles, o el sentimiento de ser económicamente inseguro y anticipar lo peor (estén o no esos temores objetivamente justificados), pueden aumentar el atractivo del racismo y la xenofobia. En todo el mundo, unas ideologías han ganado terreno hablando directamente de las ansiedades de las personas atomizadas y aisladas, y ofreciendo chivos expiatorios, como inmigrantes musulmanes, judíos, negros, trans y mujeres que buscan abortar. Con demasiada frecuencia la inseguridad alimenta la aceptación de la jerarquía y la dominación social.
Debemos tratar de canalizar la inseguridad de manera constructiva. La indignación por la forma en que nuestro sistema actual fabrica y explota nuestros miedos y ansiedades puede ayudar a fortalecer los movimientos existentes y fusionar otros nuevos, uniendo coaliciones poderosas que puedan luchar por formas colectivas de seguridad basadas en el cuidado y la preocupación, en lugar de la desesperación y la angustia. Foros, círculos y asociaciones en las que las personas comparten sus problemas, expresan sus miedos y a su vez encuentran la fuerza que les puede cambiar la vida. En estos espacios, la inseguridad se convierte en una puerta de entrada a la forma en que los participantes se entienden a sí mismos y al mundo en general. En tales condiciones la inseguridad económica puede convertirse en un motor para renovar y mejorar nuestra sociedad, como cuando la construcción del estado de bienestar logró ofrecer seguridad social en medio de la crisis. En lugar de algo que se intentó patologizar, deberíamos ver la inseguridad como una oportunidad. Todos necesitamos protección contra los peligros de la vida, ya sean por efecto de la naturaleza o provocados por la voluntad humana. La simple aceptación de nuestra mutua vulnerabilidad, del hecho de que todos necesitamos y merecemos cuidados a lo largo de nuestra vida, tiene implicaciones potencialmente transformadoras.
Cuando estimulamos a la gente con inseguridad porque esperamos lo peor de ellas, terminamos creando un círculo vicioso que alimenta la desesperación y la división. Al mismo tiempo que facilita y potencia el tipo de competencia productiva y consumos despiadados que han terminado llevando a nuestro frágil planeta al borde de la catástrofe. En cambio, cuando brindamos confianza y apoyo a los demás, estamos mejorando la seguridad de todos, incluida la nuestra. Retejer la red de seguridad social no sólo contribuiría en gran medida reducir el estrés y la tensión que nos afligen, sino que también una base de seguridad material podría permitirnos afrontar nuestra inseguridad existencial con compasión e incluso con curiosidad. Después de todo, la inseguridad es lo que nos hace humanos y también lo que nos permite conectarnos y cambiar. Nada en la naturaleza se convierte en sí mismo sin ser vulnerable, escribe el médico Gabor Maté, el mayor especialista mundial sobre traumas y estrés emocional. Dice: el crecimiento del árbol más poderoso requiere brotes suaves y flexibles del mismo modo que el crustáceo de caparazón más duro primero debe mudar y ablandarse; no hay crecimiento —observa Maté— sin vulnerabilidad emocional. Lo mismo también se aplica a las sociedades. Reconocer nuestra inseguridad existencial compartida y comprender cómo se utiliza actualmente en nuestra contra puede ser un primer paso hacia la construcción de solidaridad. Porque la solidaridad, a fin de cuentas, es una de las formas más importantes de seguridad que podemos alcanzar. Se trata de la seguridad de enfrentar juntos nuestra situación compartida, como seres humanos en este planeta en crisis.