FEOS
«¿Me odias?», pregunta Freeda. «No», le digo. «De verdad que me lo pasé bien la noche que salimos juntos». «Dios, yo no», dice ella. «Todo el mundo nos miraba sin parar. Me provocaba malestar el que pensaran que estaba contigo de verdad. ¿Me entiendes?» No se me ocurre nada que decir, de forma que asiento. Luego me retiro a mi cubículo con los ojos húmedos para divertirme un rato con las facturas. No soy un mal tipo. Sólo me gustaría dejar de tener esperanzas. Me gustaría poder decirle a mi corazón: Ríndete. Quédate solo para siempre. Siempre te quedará la ópera. Siempre te quedará el bizcocho de ángel y los niños del vecindario cantando villancicos y la imagen de las hojas en otoño sobre un tejado mojado. Pero no. Mi corazón es una especie de pescador idiota e insaciable. ~ George Saunders
La mayoría somos, hasta cierto punto, feos. Quizá deberíamos aceptar con buena gracia estoica que la apariencia personal es simplemente una de las partes menos democráticas de la vida. Tendemos a malinterpretar cuán común es la fealdad, en parte porque las imágenes en los medios sólo destacan a los guapos. Olvidamos que la belleza es tan rara como el asesinato. El problema es que tendemos a pensar que hay muchos más asesinatos de los que realmente ocurren. Gracias a los medios, uno tiene la persistente sensación de que todo el mundo se está matando. Reconocemos el pánico cuando se exagera la frecuencia de lo malo, pero nunca surge un pánico semejante cuando se exagera la frecuencia de lo bueno. Pero no a todos les importa tanto la fealdad, especialmente a aquellos que aprendieron casi todo sobre el amor directamente de sus cuidadores: adultos que sembraron un modelo de afecto y apreciación que florece (o no) cuando los niños crecen. Y, afortunadamente para los feos, muchos padres que fueron amables y cariñosos también tenían rasgos peliculares en su aspecto físico. Por lo que muchas personas —incluso las más atractivas— crecen predispuestas a comprender generosamente a los que no son tan perfectos; al fin y al cabo son los rasgos con los que continúan asociando cosas como la seguridad y la ternura. Pero lo fascinante de todo esto es que la fealdad es inmune, absolutamente impermeable, a la clase social y al estatus. Dadas todas las iniquidades del sistema, ofrece una especie de compensación, genera otra jerarquía basada en la apariencia en la que se establece una élite diferente y donde tenemos, por ejemplo, a una empleada guapa triunfando sobre su jefa fea. Además, por muy aleatoria que sea la distribución de lo bello y lo feo, el tiempo, eventualmente, hará justicia. Nadie termina contento con su apariencia. Para algunos, el desencanto frente al espejo puede empezar a los diez años. Para otros, puede que sean necesarias otras cuatro décadas. Casi siempre pasa. Por lo que el problema de nuestra cultura no es tanto que veneremos las apariencias, sino que permitamos que una gama demasiado estrecha de características improbables domine nuestra comprensión de la belleza. Después de todo, siempre hay algo atractivo en cada ser humano: una actitud majestuosa en la frente, una dulzura melancólica en los ojos, una franqueza en la nariz. ¿No son bonitas las manos de la duquesa fea de Quinten Massys? ¿Por qué no ampliar nuestros criterios sobre dónde radica la belleza? Con suerte, alguien, en algún lugar, algún día, hará lo mismo por nosotros.