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CUADERNO DE INTEGRACIÓN SOCIAL

[entrecruzamientos entre artes y humanidades, bienestar social y mental, con unos toques de poiesis y eudemonía]

CUADERNO DE INTEGRACIÓN SOCIAL · espejos, ventanas, lentes

[entrecruzamientos entre ciencia, artes y humanidades, bienestar social y mental, con unos toques de poiesis y eudemonía]

ZOOLÓGICO 2

Una persona tendría que ser muy dura de corazón para encontrar divertido ir al zoológico. Sin embargo, puede ser una actividad impactante, catártica y necesaria, como ir a un funeral o visitar a un amigo en la cárcel o en un hospital. Después de hacerlo, ya no somos los mismos, y ese es el punto. Definitivamente deberíamos pensárnoslo doscientas veces antes de tener un niño. Pocas veces la relación entre humanos y animales se ha sentido más cargada de tragicómicos malentendidos como en esta fotografía de Garry Winogrand de una ballena beluga y el limpiador de sus ventanas en el Zoológico de Central Park, en Manhattan. Increíblemente, dado el lugar donde fue a parar —lejos de su hábitat natural, en las cercanías de Macy's y el MOMA—, la beluga no parece guardar ningún rencor; luce el tipo de sonrisa optimista que ofrece un niño de cinco años. Si pudiera hablar (en nuestro idioma, porque lo hace bastante bien en el suyo), expresaría principalmente desconcierto: ¿con qué sueñan ahora los humanos? Podría suspirar como una abuela indulgente. Esta mañana había algunos pequeñines haciendo muecas y, a principios de mes, había algunas personas con bolas gigantes de algodón de azúcar tratando de ofrecerle almuerzo (cuando en realidad come pulpos y abadejos). Parte de la ridiculez del limpiador (que pertenece a una especie engreída que fabrica peceras y barrotes) es lo preparado que está para desempeñar su papel: vino con un sombrero especial y un uniforme casi militar para limpiar la ventana de la celda de un cetáceo ártico secuestrado y retenido contra su voluntad en el rincón de un parque de una gran ciudad. Sin embargo, la beluga sólo alberga buenos sentimientos hacia su captor, tal vez porque sabe, en su inteligente mente no humana, que él también, de cierta forma, está en cautiverio. Esta tampoco es vida para él. Es muy tarde y debería estar en casa con su pareja (la suya, al fin y al cabo, la tiene justo al lado). De alguna manera, ambos han sido perjudicados. Surge inevitable el cinematográfico impulso de intentar liberar a la ballena, pero sería complicado. La beluga nunca cabría en un taxi. Moriría (ruidosamente, además, ya que se les conoce como los «canarios de los mares») mucho antes de llegar al East River. Para bien o para mal, este es su hogar, permanente y último. En los zoológicos nosotros miramos a los animales con desconcierto y ellos nos miran con lástima. Y todavía no está demasiado claro: puede haber un error en quién debería estar encerrado o en quién merece ser considerado el animal, con todas las connotaciones peyorativas de esa palabra. Quizá el tono emocional adecuado para adoptar en los zoológicos sea entonces el de una especie de seriedad fúnebre. No se trata de ninguna tontería. Algo no funciona bien con los humanos, y mirando profundamente a los ojos de los animales acaso podríamos comenzar a captar algunas pistas sobre de qué se trata.

Garry Winogrand. New York Aquarium, Coney Island. c. 1963.

Carlos Castro Rincón