FUTURO
Algunos de los lugares más importantes que podríamos visitar son aquellos que no existen: ciudades especulativas evocadas por pensadores utópicos que han imaginado cómo deberíamos idealmente vivir. Esos lugares son imposibles, desde luego, pero son algo todavía más importante: incitaciones para alterar la realidad presente en nombre de un futuro más tolerable y satisfactorio. El utópico arquitecto francés del siglo XVIII Claude-Nicolas Ledoux soñaba con ciudades mejores que aquellas en las que había vivido y trabajado. Quería crear lugares armoniosos, sociables, igualitarios y elegantes, y durante varios años diseñó un asentamiento ideal, que imaginó tomando forma en la región boscosa de Chaux, cerca de Besançon, en el este de Francia. Trazó amplias avenidas residenciales, inspiradoras plazas públicas, una Casa de la Unión donde la gente podía reunirse por las noches y un Templo de la Memoria donde conmemorarían a los muertos y celebrarían los cambios de estaciones. La ciudad de Chaux nunca llegó a existir, pero su ejemplo todavía nos invita a preguntarnos –en medio de nuestro propio caos urbano– cómo deberían ser las ciudades y qué podríamos mejorar si no fuéramos tan esclavos de las convenciones o de la inercia. La acusación de pensador utópico puede parecer un insulto, porque solamente debemos enorgullecernos de ser sensatos, realistas y sobrios. Y en la medida en que nos atrevemos a imaginar el futuro, lo hacemos con un tic peculiar: nos preguntamos cautelosamente cómo será todo según las tendencias actuales. Casi nunca formulamos una de las grandes preguntas de la mentalidad filosófica: ¿cómo debería ser el futuro? Procedemos como futurólogos pedantes, que ven lo que está por venir como algo que se puede adivinar, en lugar de filósofos utópicos más audaces que establecen un plan para lo que queremos que suceda. O bien creemos que, como nunca podremos superar todos los desafíos prácticos en el camino hacia un futuro mejor, no tenemos derecho a imaginarlo. Pero eso es dar un lugar demasiado privilegiado a los obstáculos y un papel demasiado pequeño a la imaginación, que siempre precede a la realización de cualquier cosa y puede ser independiente de ella. Nunca vendría mal atreverse a abrir un hilo argumental utópico en las reflexiones y en las derivas mentales, intentar aclarar las insatisfacciones con unas cuantas preguntas detalladas: ¿a qué tipo de mundo mejor se podría viajar?, ¿cómo serían las calles allí?, ¿cómo funcionaría el matrimonio?, ¿cómo se educaría a los hijos?, ¿cómo sería el entretenimiento de masas? Casi seguro que ya tenemos todos los ingredientes de nuestras propias utopías presentes en la mente, pero algo nos impide centrarnos en ellas lo suficiente hasta el punto de que puedan convertirse en un plan modesto. Lamentarse por cómo están las cosas es necesario, pero eso no es incompatible con viajar con la imaginación hacia cómo deberían y cómo podrían ser algún día.