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CUADERNO DE INTEGRACIÓN SOCIAL

[entrecruzamientos entre artes y humanidades, bienestar social y mental, con unos toques de poiesis y eudemonía]

CUADERNO DE INTEGRACIÓN SOCIAL · espejos, ventanas, lentes

[entrecruzamientos entre ciencia, artes y humanidades, bienestar social y mental, con unos toques de poiesis y eudemonía]

NIÑOS, ARTISTAS

Era el verano de 1963 y Joel Meyerowitz caminaba por las calles de Nueva York con su Leica M10 cuando, en el Upper East Side, alrededor de la 76 y Madison, se cruzó con una niña cuyo nombre nunca sabremos, y que estaba teniendo una de las peores mañanas de su vida. Las pataletas resonaron por todas las casas alrededor. No, no iba a entrar. No, no le importaba la hora. No, ella no iba a escuchar. No, no, y no. Hoy sabemos que parte de lo que hace que la vida de los niños sea tan difícil es que tienen antipatías, preocupaciones, amores y temores extremadamente poderosos que no tienen sentido inmediato para los adultos, porque carecen del lenguaje o los medios para poder explicarlos adecuadamente. Sus sentimientos son una consecuencia de la sensibilidad maníaca, la inteligencia ilimitada y la imaginación salvaje de la mente infantil. Y es que los niños están, en el mejor y más inspirador de los sentidos, un poco locos. Imaginemos que la niña no quiere entrar porque no le gusta el coche: odia la pintura de la parte superior; le recuerda el color de una casa a la que una vez tuvo que entrar y donde otra niña le dijo algo malo sobre su cabello. O tal vez no quiere entrar porque el conductor hace un ruido extraño al toser. O porque hay un olor raro en los baños del colegio. O porque le han prohibido llevarse su conejito de peluche y no quiere que él pase todo el día solo en el apartamento mirando la pared, aburriéndose. Pero como todo esto es tan difícil de explicar, la mayoría de los niños simplemente termina gritando y luego son etiquetados como malcriados o difíciles. El niño y el artista se encuentran, en cierto sentido, en una situación similar: ambos son extraordinariamente sensibles, ambos notan y están marcados por las pequeñas cosas que son fáciles de pasar por alto —o incluso de denigrar— por un adulto. Niños y artistas pueden pasar muchos minutos mirando una acera, una flor o un caracol. Pero los artistas están en una posición más afortunada: pueden aportar a la sensibilidad de un niño los poderes de comunicación de un adulto ingenioso. Pueden convertir sus lágrimas y sus pataletas en obras de arte. Teniendo esto en cuenta, quizá uno debería esforzarse no tanto en obsesionarse con ser menos sensible, sino en encontrar mejores formas de transmitir esa sensibilidad, de modo que se aumenten las probabilidades de ser comprendido incluso por los que tienen prisa por que te metas en el coche.

Foto de Joel Meyerowitz.

Carlos Castro Rincón