GLASGOW, 1980
Imaginamos que su vida no va a ser fácil. Su delicadeza, sus sueños y su sensibilidad contrastan muchísimo con esas casas de vecindad, en una zona degradada del frío y húmedo Glasgow, que en 1980 era la ciudad más pobre de Europa. ¿Qué pasará con sus aspiraciones de cosas amables y acogedoras? ¿Qué hará el mundo con su deseo de cantar canciones alegres, balancear sus piernas con avidez y cuidar a su poni de juguete? Podría haber sido mucho más feliz en un vecindario más cómodo, cerca de un campo de golf o de una biblioteca o, ya que estamos en Escocia, en las cámaras superiores de un antiguo palacio con jardines. Esperamos que crezca y escape y encuentre la vida que se merece en otro lugar. Aquí, el desajuste entre el individuo y el entorno está visualmente remarcado. Pero lo que estamos viendo no es tanto la imagen de una niña en particular, en un momento específico, sino el retrato de un punto universal del desconcierto humano. Esa niña quizá sea la representante del alma cuando se ve arrojada por un infeliz accidente a un mundo implacable y cruel. Sucede de muchas maneras: un niño tímido nace de padres tremendamente ambiciosos; alguien que ama la carpintería o la plomería crece en una familia de intelectuales rigurosos; un niño que busca sencillez y calidez es criado por sirvientes en una mansión fría y opulenta. Como ella, el hogar en el que nacieron no es su verdadero hogar. A veces no se tiene la comprensión adecuada con las propias circunstancias iniciales. Como ella, todo el mundo fue, casi inevitablemente, puesto en el planeta en el sitio equivocado. No se le puede culpar por sentirse a veces desarraigada. Las cosas que hará, las personas que abandonará, las tradiciones que rechazará, las lealtades que dejará pasar, serán traducidas fácilmente como traiciones, pero quizá será mejor verlas como actos de fidelidad: no al sitio del que proviene, por accidente, sino hacia quien ella realmente quiere y necesita ser.