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CUADERNO DE INTEGRACIÓN SOCIAL

[entrecruzamientos entre artes y humanidades, bienestar social y mental, con unos toques de poiesis y eudemonía]

CUADERNO DE INTEGRACIÓN SOCIAL · espejos, ventanas, lentes

[entrecruzamientos entre ciencia, artes y humanidades, bienestar social y mental, con unos toques de poiesis y eudemonía]

PELUCHE

¿Por qué los niños manifiestan un profundo apego a ciertos objetos suaves y rellenos, normalmente con forma de oso, conejo, pingüino, etcétera? La profundidad de la relación puede ser extraordinaria. Puede verse que el niño duerme con él, le habla, llora frente a él y le cuenta cosas que nunca le diría a nadie más. Pero lo verdaderamente notable es que el animal cuida de su dueño, dirigiéndose a él con un tono de inusual madurez y amabilidad. Podría, en una crisis, instar al niño a no preocuparse y a esperar tiempos mejores. Naturalmente, el carácter del animal está completamente inventado: quizá es simplemente algo creado por una parte del niño para cuidarse mutuamente. El psicoanalista inglés Donald Winnicott fue la primera persona en escribir seriamente y con inmensa sensibilidad sobre el asunto de los animales de peluche. Los llamó objetos transicionales. En un artículo de principios de los años 60, Winnicott describió a un niño de seis años, cuyos padres habían sido abusivos con él, que se había conectado mucho con un pequeño peluche que le había regalado su abuela. Cada noche tenía un diálogo con el animal, lo abrazaba cerca de su pecho y derramaba algunas lágrimas en su suave pelaje, manchado y grisáceo. Era su posesión más preciada, por la cual habría renunciado a todo lo demás. Como resumió la situación el niño para Winnicott: «Nadie más puede entenderme como lo hace el conejito». Lo que fascinó al psicoanalista fue que el niño fue quien inventó al conejo, le dio su identidad, su voz y su forma de tratarlo. Como si el niño estuviera hablando consigo mismo, a través del conejo, con una voz llena de compasión y simpatía. Aunque suene un poco extraño, hablar con uno mismo es una práctica común a lo largo de nuestras vidas. Y a veces, cuando lo hacemos, el tono es duro y punitivo. Nos reprendemos por ser perdedores, perezosos o perversos. Pero, como sabía Winnicott, el bienestar mental depende de tener a mano un repertorio de voces internas más amables, comprensivas y esperanzadoras. Para seguir adelante, hay momentos en los que una parte de la mente necesita decirle a la otra que lo entiende, que esto le podría pasar a cualquiera, que uno no podría haberlo sabido. Es este tipo de voz benévola indispensable la que el niño comienza a ensayar y ejercitar con la ayuda de un animal de peluche. Ahora, cuando llega la adolescencia, los juguetes tienden a ser guardados, o directamente tirados a la basura. Se vuelven vergonzosos, evocando una vulnerabilidad de la que uno está ansioso por escapar. Pero, siguiendo a Winnicott, si el desarrollo ha ido bien, lo que se ensayó en presencia de un peluche debería continuar durante toda la vida, porque, inevitablemente, y con mucha frecuencia, las personas que nos rodean nos decepcionarán, y la mayor parte del tiempo no podrán entendernos, escuchar nuestras penas y ser amables con nosotros de la manera que anhelamos y necesitamos. Por lo tanto, concluye Winnicott, todo adulto sano debería poseer una capacidad de autocuidado; es decir, de retirarse a un espacio seguro en su mente y hablarse con un tono gentil, alentador e infinitamente indulgente. Y, aunque no se etiquete formalmente a ese yo comprensivo como conejo blanco u oso amarillo, no se debe oscurecer la deuda que el adulto tiene con la encarnación anterior de su yo en un juguete de peluche. Como si una buena vida adulta exigiese ver los vínculos entre las propias fortalezas y las propias debilidades. Como si madurar demandase, paradójicamente, una acomodación grácil con lo que puede parecer infantil, vergonzoso o humillante. Por lo que no estaría de más honrar a los animales de peluche por lo que realmente son: herramientas para ayudarse en sus primeros pasos en la vital actividad de aprender a cuidar de uno mismo.

Carlos Castro Rincón