CONOCIMIENTO
Al principio de su carrera, el naturalista suizo Conrad Gessner se trazó un plan envidiable, ambicioso: pasaría el resto de su vida rastreando y describiendo todos los animales del planeta, desde el armadillo hasta el camaleón, desde la mangosta hasta el rinoceronte. Sus trabajos dieron como resultado una de las primeras y más hermosas obras de zoología, Historia Animalium, publicada en Zurich entre 1551 y 1558. Gessner se equivocó en muchas cosas. Confundió nombres y número de piernas, la cantidad de rayas del tigre y de manchas del leopardo. Pintó muchos colores apagados. Pero lo que sigue impresionando es su audacia. No se preocupaba por algún que otro error, ni limitaba sus aspiraciones por miedo a pisar los talones de otros expertos. Sin embargo, tenía una enorme ventaja: llegó temprano al juego. No tuvo que sufrir la desalentadora sensación (que con demasiada frecuencia nos subsume hoy en día) de que seguramente todo ya debe ser conocido, de que no hay nada en absoluto que podamos pensar que no haya sido mejor pensado y expresado en otra parte por otra persona. La existencia de tantos libros (130 millones) no nos inspira sino que nos aplasta: ¿qué más podríamos añadir?, ¿qué pensamiento digno de tenerse podría alguna vez germinar en nuestras mentes ingenuas? La nieve virgen sobre la que Conrad Gessner condujo su trineo intelectual ahora está surcada por las huellas de otros. El aumento del conocimiento diezmó la confianza intelectual en uno mismo. Pero, en verdad, esto no es justo, porque hay muchas cosas que todavía no entendemos mucho: cómo tener buenas relaciones, gobernar países, educar a los niños o superar la soledad, sólo para comenzar la lista. Hemos trazado menos de una milmillonésima parte del mapa real del conocimiento. Estamos casi tan al principio como lo estaba Gessner. Nada debería impedirnos legítimamente imaginar que no podríamos salir ahora y, con buen viento y algunos años de trabajo, descubrir una colección de cosas a la vez desconocidas, coloridas y esenciales.