MONSTRUOS
Pocas cosas demuestran cuán pobres hemos sido colectivamente como historiadores que lo que sucedió cuando Cristóbal Colón tocó tierra en la isla de San Salvador (conocida por los habitantes indígenas como Guanahani) el 12 de octubre de 1492. La pregunta en la mente de todos, en ambos lados, era: ¿quiénes son estos monstruos? Los taínos locales imaginaban que las peculiares criaturas que llevaban extraños pantalones y bárbaros sombreros de plumas podrían ser (de diversas formas) deidades, demonios o algún tipo de animal parlante hasta ahora desconocido. Los europeos imaginaron que los lugareños, en su mayoría desnudos, podrían ser (de diversas formas) descendientes de Adán y Eva, ángeles, ogros o algún tipo de animal parlante hasta ahora desconocido. Lo que ambas partes no sabían es que eran, por supuesto, familia. Cada ser humano vivo hoy en día puede rastrearse genéticamente hasta la misma pequeña tribu de Homo Sapiens que una vez habitó África, y de la que estamos separados por apenas dos mil generaciones. Colón y los taínos estaban encontrándose, en efecto, con parientes cercanos. La dificultad estriba en que olvidaron quién era de la familia. Hace 125.000 años un grupo nos inquietamos y comenzamos a salir de nuestros hábitats africanos originales. Llegamos a Oriente Medio hace 100.000 años; a Europa hace 45.000 años; a Australia hace 50.000 años; y a América hace 15.000 años. Cruzamos océanos en canoas, caminamos sobre el pantanoso estrecho de Bering y nos movimos laboriosamente a través de vastas capas de hielo. Por un tiempo, nos tuvimos en cuenta. Pero una familia viviendo en otro valle anunció planes de dirigirse al norte; otra mencionó la idea de probar suerte en el mar. Nos preguntamos qué habrá pasado con ellos y tal vez alguna que otra noticia nos llegó. Pero gradualmente perdimos el contacto por completo. Nos olvidamos de los que partieron hacia Europa o de los que fueron vistos por última vez afrontando el desierto de Arabia. La última persona que todavía recordaba a los antiguos vecinos murió y sus tataranietos omitieron mencionarlos a sus hijos. Y así, con el tiempo, como todavía nadie escribía nada, ya no teníamos recuerdos de nuestra familia en los cuatro rincones de la Tierra; y no sólo eso, cuando algunos finalmente construimos grandes barcos y los redescubrimos, tuvimos la mala educación de tomarlos por bestias y tratamos de matarlos o civilizarlos. Todos esos fatídicos encuentros con los llamados monstruos —Hernán Cortés con los aztecas en 1518, Francisco Pizarro con los incas en 1531, Jacques Cartier con el pueblo mi'kmaq en el golfo de San Lorenzo en 1534, el capitán Wallis con los tahitianos en 1767, James Cook con los aborígenes en Kurnell en 1770— fueron sólo reencuentros entre pueblos que no recordaban que sus antepasados se habían conocido en África —en la escala temporal geológica— hacía poquísimo tiempo. Hablar de la familia humana puede parecer una tontería sentimental, una tontería sobre la que se derraman enemistades y prejuicios que lo sepultan todo. Por eso resulta imprescindible sacar a la luz el más incómodo de todos los conceptos científicos: realmente todos somos hermanos y hermanas. El tribalismo no es sólo mala educación; es una historia de la humanidad extremadamente pobre.