DESPRECIO
A mediados de septiembre de 1888, un holandés sin un céntimo, que en unos meses sería internado en un asilo y moriría en dos años, se sentó en la esquina este de la Place du Forum en Arlés y se puso a trabajar en una de las pinturas más queridas jamás hechas. La imagen yuxtapone acogedores rituales nocturnos bajo desafiantes lámparas artificiales con los últimos misterios y la sublimidad del cosmos. Y, sin embargo, Van Gogh no encontró compradores para su obra maestra; a ningún museo, a ninguna galería le importó un carajo. Su trabajo, en su época, parecía totalmente inútil. Apenas podía permitirse un almuerzo o un par de zapatos nuevos. Hasta los niños se burlaron de él. Era una figura totalmente despreciada y marginal. La historia es tan familiar que tendemos a perder de vista su relevancia actual y su importancia universal: la gente se pierde cosas. A gran escala. Lo hicieron entonces y deben seguir haciéndolo ahora. Las razones no son muy complicadas y no obedecen a ningún tipo de conspiración; básicamente, los humanos somos animales de manada. Mostramos una inmensa lealtad al pensamiento grupal y una decidida oposición al análisis independiente. Seguimos lo que está de moda. Nos horrorizamos cuando nos dicen que nos horroricemos, y admiramos algo cuando nos dicen que lo admiremos. Nos inclinaremos ante Van Gogh cuando se nos indique y lo pisotearemos cuando alguien nos diga que lo hagamos. Por eso hay que tratar, como Van Gogh, de mantenerse inspirado. Si hay formas en las que actualmente uno es ignorado y criticado, no debería sorprenderse en absoluto y, lo que es más importante, no debería asustarse. Así han sido y así serán siempre las cosas.