HISTORIA
Puede resultar especialmente difícil imaginar que todo lo que ahora existe algún día formará parte de la Historia. Las opiniones que abrazamos, la ropa que usamos, las estructuras que levantamos y el tipo de relaciones que tenemos: eventualmente se considerará que todo esto perteneció a un periodo histórico distinto, cuya identidad actualmente elude un fácil reconocimiento, o un resumen. El presente se siente fluido e ilimitado, incapaz de ser comprimido en algo tan restringido como una era. Miramos otros períodos de la historia desde nuestra posición ventajosa en el aquí y el ahora, y al mismo tiempo no podemos imaginarnos atrapados en algo tan estrecho como una época. Esta miopía tiene sus costos. No estamos atentos a las particularidades de nuestro tiempo. No nos damos cuenta de lo precioso —de lo frágil y extraño— que es todo. A principios de 1929, el fotógrafo Walker Evans recorrió Manhattan fotografiando a gente corriente tomando almuerzos corrientes en lugares corrientes. En la esquina de Lexington Avenue y 44th Street se topó con un hombre (a la izquierda en la foto) que creía que simplemente se inclinaba para tomar otro sorbo de leche, ese trago de la inocencia, pero que acabó entrando en la Historia, como Napoleón o algún emperador de la dinastía Ming. Sentimos lástima por el hombre al tener que llevar a cabo este doble acto; ni siquiera tuvo oportunidad de terminar su sándwich y podría haber elegido otro tipo de corte de pelo, menos festivo, si hubiera sabido que lo inscribirían en la eternidad. La figura a su lado está, en comparación, desprevenida y ajena, aunque parece haber entrado en la Historia desde otra época anterior, tal vez 1890 o antes del Diluvio. Incluso su comida es claramente histórica, como si hubiera evitado la comida moderna en favor de algo más antediluviano, como un conejo. En cuanto al hombre de la derecha, está haciendo todo lo posible para mantenerse al margen. Tiene aspiraciones de parecer normal y universal y evita constantemente nuestra mirada mientras tal vez eructa silenciosamente. Pero tampoco puede escapar del tiempo. Con su cabello peinado hacia atrás y sus ojos inescrutables lo reconocemos como un primo de Charles de Gaulle o un sobrino de Harold Macmillan. Tampoco él podrá perderse para siempre en el presente sin forma; él también tendrá que unirse a la Historia. Ninguno de los personajes de Walker Evans podría haber imaginado que acabarían formando una pequeña parte de una gigantesca empresa llamada Principios del Siglo XX, que tendría sus propios colores, luces, asociaciones y sombreros. Sabiendo lo que inevitablemente sucederá, en algunos momentos uno podría salir y mirar a su alrededor, al presente, como si ya estuviera en camino de convertirse en el pasado en el que eventualmente será categorizado. Podría elegir cualquier lugar, lo más monótono y accesible posible –el taller de reparación de teléfonos, el parque, un restaurante, la cocina de casa– y, sin necesidad de una cámara, intentar percibir lo que podría tocar, deleitar y conmover a sus sucesores en un futuro que poco a poco va ganando ritmo fuera de escena. Uno podría, junto con sus viajes por el espacio, aprender a convertirse en un viajero melancólico del tiempo.