JARDÍN
Los monjes de los monasterios budistas zen de Kioto se levantan cada mañana, al amanecer, y agarran largos rastrillos de bambú para peinar la grava de sus jardines amurallados hasta darles formas geométricas perfectas: en su mayoría largas líneas rectas, pero también ondas, círculos y remolinos que fluyen alrededor de piedras antiguas. Podría parecer el epítome del trabajo desperdiciado. Hojas, polvo y escombros volverán a ensuciar los jardines otra vez, y día tras día se peinará la grava y se reorganizará todo mediante un trabajo agotador. Pero los monjes no lo ven como algo inútil. En su opinión, lo inútil es intentar hacer que el mundo entero sea perfecto. La persona iluminada sabe delimitar un área específica de la tierra y declara que ésta, y sólo ésta, será su zona de preocupación atendida. En Kioto, o en los suburbios de la cercana Ibaraki, puede haber basura y ramas sueltas cayendo sobre las explanadas, pero eso no es asunto de los monjes. El jardín es una metáfora de los límites que se deben poner en torno a las preocupaciones para poder honrarlas adecuadamente. Porque es sabio reconocer francamente que, con el tiempo, todo esfuerzo —y su influencia— se desvanecerá. Pero los monjes no intentan burlar las leyes de la naturaleza; saben que, a la larga, todo empeño humano es vanidad. Hay una madurez particular en poder aceptar la evanescencia de todas las cosas y hacer las paces con la naturaleza inherentemente efímera de todo lo bueno a lo que el cuerpo y la mente se dedican. Una bonita aportación (un jardín de grava perfecto, una cocina bien equipada, un armario limpio para la ropa o un pequeño emprendimiento bien gestionado) es un logro en sí mismo, y no es necesario que duren para siempre. Barriendo un jardín uno se agota, agradablemente, durante unas horas, proporciona un enorme placer estético a los demás y aleja a la mente de problemas mayores. Y eso es lo mejor que se puede esperar de uno de los trabajos más nobles disponibles en este mundo complicado.