JEREMÍAS
Jeremías acaba de escuchar una noticia terrible. La ciudad que más le importaba —Jerusalén— fue destruida por los babilonios (como había predicho). Destruyeron el templo, secuestraron al rey, mataron a los niños y destrozaron todas las casas. Y ahora está tratando de comprender cómo funciona el mundo. Al igual que Job, otra figura memorable del Antiguo Testamento, sabe que puede que no siempre haya una respuesta adecuada. Somos juguetes de fuerzas misteriosas que nos superan, piensa, y de alguna manera debemos soportar la necesidad. ¿Por qué suceden cosas espantosas? ¿A quién culpar? ¿Por qué no actuar a tiempo? Busca explicaciones. Fácilmente podría convertir su miseria en odio o en un furioso anhelo de venganza. Podría perderse en una espiral de arrepentimientos: si tan sólo esto no hubiera sucedido, si tan sólo las cosas hubieran sido diferentes, si tan sólo yo hubiera actuado de otra manera, si tan sólo los demás hubieran sido más conscientes de los peligros que se avecinaban. O podría descender directamente a las profundidades de la depresión. Jeremías es el santo que no se vuelve loco de ira, justo cuando eso sería lo más comprensible, pero no lo más útil, de hacer. Uno podría tenerlo en mente, y Rembrandt lo ayuda a hacerlo, cuando se enfrenta a sus propios problemas, más modestos, pero no menos reales y dolorosos. Más aún cuando los desastres son grandes y profundamente aterradores. La lección es importante porque uno sabe con qué facilidad se puede volver amargado o brutal. Qué rápido llega la rabia cuando suceden cosas horribles. La imagen no intenta adormecernos con falsos consuelos; no finge que no ha pasado nada malo. Conduce a una idea adecuada de duelo y lamento. La imagen dignifica el dolor. Recuerda que, inevitablemente, acontecimientos sombríos afectarán nuestras vidas. Pero proporciona un buen modelo en los momentos más difíciles: cuando se necesita ayuda, en lugar de en la rabia y en la desesperación, puede uno centrarse más bien en la comprensión.