ESPECIAL
En cierto sentido, suena maravilloso: tener un padre que declara que eres la niña más bonita del mundo, o el niño más inteligente que jamás haya existido, y que te envía a participar a un concurso de belleza o te compra una estantería llena de libros para que puedas jugar a ser un genio. Incluso todo esto puede sonar a amor. Sin embargo, está lejos de ser amoroso –de hecho, podría ser bastante cruel– el inflar a un niño con unas expectativas de grandeza por las cuales podría no tener ningún interés, o para las cuales podría no tener ninguna capacidad. Hay personas que terminan muy mal mentalmente no tanto porque fueron activamente maltratadas cuando eran pequeñas, sino porque las admiraban con una intensidad preocupante, porque las elogiaban por capacidades que no poseían o con las que no podían identificarse, y porque se les pedía –con una enfermiza bondad manipuladora– que asumieran las esperanzas de sus cuidadores en lugar de las suyas propias: tienes que ser la más guapa, tienes que ser el más inteligente (y debajo de la punta de ese iceberg, impronunciado: y si no lo logras nunca merecerás sentirte digno y valioso). Las altas expectativas podrían parecer el ofrecimiento de un camino hacia el desarrollo de una enorme confianza en uno mismo, el abono de la seguridad, pero depositarlas en alguien que todavía tiene problemas con los botones de su abrigo y con los cordones de sus zapatos puede hacer que el niño se sienta vacío. Incapaz entonces de encontrar los recursos dentro de sí mismo para honrar las esperanzas de aquellos a quienes ama y de quienes depende, el niño crece con una sensación latente de fraude y un miedo constante a ser desenmascarado: soy un impostor. O termina esperando que otros reconozcan todo el tiempo su supuesto grandioso destino, y permanentemente desconcertado de por qué no obtiene ni ese reconocimiento ni ese destino. El niño demasiado elogiado no puede librarse de la sensación de que es muy especial y, sin embargo, no puede identificar en sí mismo ninguna razón real por la que debería serlo. Su anhelo subyacente no tendría por qué tener que ser la criatura más bonita o inteligente del mundo, sino ser aceptado y amado por lo que es, en toda su realidad, aunque sea una realidad mediana y repleta de vacilaciones. Es amor el permitir que un niño sea normal, el no pedirle nada más allá de que pueda simplemente existir y encontrar satisfacción en cosas modestas y cotidianas.