INVIERNO
Cuando se exhibió por primera vez, en la Cuarta Exposición Impresionista en París en abril de 1879, el cuadro invernal de Gustave Caillebotte atrajo poquísima atención. No era un artista famoso y la escena estaba muy alejada de todo lo que por entonces —como ahora— los observadores normalmente considerarían atractivo: vistas soleadas, flores brillantes, situaciones sociales intrigantes, barquitos en el agua. Caillebotte había pintado el cuadro unos meses antes, contemplando durante largas horas desde una ventana de su apartamento, en la última planta, los tejados de las casas vecinas después de una fuerte y rara nevada. Es una escena completamente apagada. El cielo plomizo está denso, el aire está quieto y frío, no se oyen llantos ni risas de niños, ni ruido de carruajes al pasar. Puede que ya sean más de las diez de la mañana, pero nadie sale a ninguna parte; las ventanas del techo de la buhardilla de enfrente, normalmente abiertas para refrescar las habitaciones y señalar el comienzo del día, permanecen con sus párpados cerrados. Quizá lo que atrajo a Caillebotte fue el ambiente sentimental que generaba la visión. El invierno es una parte necesaria e inevitable del ciclo climático (y, por extensión, del psicológico), como las otras estaciones, más apreciadas. Estamos más acostumbrados a percibir el valor de la primavera, el verano y hasta del otoño, pero el invierno también tiene mucho que enseñarnos. Caillebotte nos anima a hacer las paces con la retirada del calor y la luz, con la exigencia de volvernos hacia dentro por un tiempo, durante esos días más cortos en los que la nieve cubre todos los ímpetus e iniciativas habituales. Uno necesita a veces, como un oso, períodos de hibernación, en los que pueda resistir las tormentas, confiando en que, a su debido tiempo, se podrá emerger hacia un clima menos hostil. La mirada de Caillebotte impresiona por su firmeza. No hay necesidad de entrar en pánico o desesperarse. En el cuadro hay una noble aceptación de la oscuridad y de las blancas ráfagas amargas. Lo mejor es quedarse dentro, por ahora. Puede que la tierra esté dura, pero en el fondo de sus partículas heladas ya se anticipa el regreso de los nuevos brotes. No hay que tener miedo de los metafóricos días estériles de invierno. Pueden ser saludados con benevolencia y curiosidad; total, ellos también pertenecen al ciclo natural. Por improbable que parezca, todo resurgirá, restauradoramente.