ZOOLÓGICO 1
Una pregunta que merece inquietarnos durante una visita al zoológico es: ¿por qué no somos nosotros los visitados? Dado lo frágiles, pequeños e indefensos que somos en relación con otros animales, ¿cómo terminamos como el depredador principal del planeta?, ¿por qué las familias de poderosos rinocerontes no vienen a vernos a nuestras casas los fines de semana, dada su fuerza mucho mayor, su resistencia a las enfermedades y su capacidad para abrirse camino a través de los bosques? Ni siquiera la consideración del tamaño del cerebro resuelve el asunto. Los cachalotes tienen cerebros enormes: 8 kg frente a nuestros 1,3 kg; los de los elefantes son de 5 kg; los de los delfines mulares, 1,7 kg. ¿Por qué entonces estamos nosotros a cargo del zoológico? La respuesta de uno de los mayores enigmas de la historia de la vida radica en algo dentro de nuestra estructura cerebral que aún no se puede identificar físicamente pero que sabemos por inferencia que debe existir mientras permanece ausente en todo lo demás que alguna vez ha respirado y se ha reproducido. Durante la mayor parte de nuestro tiempo en la tierra, el homo sapiens no fue considerablemente diferente de cualquiera de sus parientes homínidos adyacentes. Durante 200.000 años hicimos lo mejor que pudimos con herramientas básicas, nos comunicamos algunas cosas simples con comandos básicos y luchamos para no ser diezmados por las muchas hienas y leopardos depredadores en nuestro precario rincón de África. Luego, hace unos 60.000 años, en lo que se ha denominado el gran salto adelante, sufrimos una mutación extraordinaria, aunque aparentemente invisible, en nuestras mentes. Lo que los científicos consideran un aumento en el número de conexiones entre las células cerebrales, nos convirtió, en unas pocas generaciones apenas, en la criatura más poderosa que el planeta haya visto hasta ahora. Lo que cambió fundamentalmente es que aprendimos a aprender. Los desarrollos en nuestra corteza cerebral implicaron que fuimos capaces de transmitir lecciones de generación en generación. Toda una tribu pudo beneficiarse de los desarrollos pioneros de sus miembros más brillantes. Las buenas ideas —sobre la caza, la construcción, la fabricación de herramientas— no tenían por qué desaparecer con cada uno de sus innovadores individuales en cada coyuntura generacional. Por muy brillantes que sean, a todos los demás animales se les ha negado este lujo. Para ellos la mejora progresiva está descartada. No pueden beneficiarse de los talentos de los demás. La gran mayoría tiene que sobrevivir únicamente con los instintos con los que fueron programados. Los pocos que se enseñan cosas unos a otros (ballenas, osos polares, etcétera) lo hacen sólo dentro de pequeños grupos familiares; las lecciones nunca van más allá de la madre al cachorro. Y si bien pueden tener su propio lenguaje, este no llega a ser —que sepamos— la herramienta fluida y simbólicamente rica que nosotros dominamos. Puede ser posible comunicarle a alguno a través de señas que hay un depredador a su izquierda; pero uno no puede tener éxito cuando se trata de decirles cómo armar una trampa, cablear una computadora u organizar un sistema de control de tráfico aéreo. Resulta que la educación se encuentra en el corazón de toda la ventaja humana. Es por eso que no estamos en el zoológico. Pero este mismo triunfo multiplica las preguntas. Si hemos sido tan buenos enseñándonos cosas unos a otros en ciertas áreas, ¿por qué a veces somos tan profundamente estúpidos?, ¿por qué no nos hemos vuelto ni un ápice más amables o más sabios desde los antiguos sumerios para acá?, ¿por qué, a pesar de todos los divorcios y amarguras sociales, seguimos siendo tan malos en las relaciones, de las cuales depende buena parte de las posibilidades de satisfacción de una persona durante su vida?, ¿por qué estamos todavía tan llenos de ansiedad y desesperación? Hemos sido maestros asombrosamente efectivos en lecciones sobre cómo sobrevivir y matar. ¿Aprenderemos algún día a enseñarnos unos a otros cómo prosperar y amar?