RIDÍCULOS
Porque en la playa estás ahí con las chichas al aire, compartiendo contexto y con poco margen para la floritura. Ahí eres tú a pelo, a porta gayola. Sin tu coche, tu ropa, tu móvil, tu bolso, tus libros, tu maquillaje, tus zapatos, tus titulitos, tu nómina. Iguala por abajo. La playa democratiza, iguala por abajo y también te hace perder la dignidad un poco, para ser sinceros. ~ Rebeca Argudo
El fotógrafo británico Martin Parr ha pasado la mayor parte de su carrera capturando —con gran sentido del humor e ironía— a gente común y corriente en la playa, en poses singulares. Por lo general, sus cuerpos parecen vastos, distendidos, bronceados, peludos y arrugados. Se atiborran de pollo frito o de dulces pegajosos. Leen periódicos de mal gusto. Los niños se embadurnan de helado mientras sus padres, en bañadores ajustados o en bikinis estirados, parecen irresponsables, egoístas y ridículos. Pero ahora no es momento de juzgar sobre los grados de mezquindad o condescendencia que están en juego. Lo que podemos reconocer es lo útiles que son las imágenes de Parr como instrumentos para sacudirnos de ciertas formas —inmerecidas— de falta de confianza en uno mismo. Con demasiada frecuencia damos un paso atrás en la consecución de nuestros planes por temor a lo que va a pensar la gente. Nos preocupa lo que puedan decir sobre la manera de organizar nuestra vida. Y ese exceso de consideración otorgado a completos extraños nos vuelve dóciles. Pero, bajo la óptica de Parr, podemos pensar que quizá no hemos sido lo suficientemente forenses al evaluar cómo es realmente la gente. Angustiados, a veces les atribuimos elevados grados de prestigio, autoridad y pericia a seres que probablemente no los ostentan. Esa mansedumbre otorga demasiada ventaja a unos desconocidos mientras minimiza los méritos de nuestra propia visión. Por lo que es posible que de vez en cuando tengamos que ignorar sistemáticamente la opinión ajena e insistir en la persistencia de la estupidez y la irreflexión de la gente —en la playa, y por extensión, en el mundo— para poder ser más respetuosos con nuestras propias ideas. El encuadre para nada generoso de esos cuerpos nos libera de todo infructuoso e innecesario recato mental. Y es que nunca seremos capaces de seguir adelante y hacer lo que creemos tenemos que hacer hasta que no hayamos asumido adecuadamente cuán poco impresionantes son en el fondo todos nuestros semejantes. Ni nosotros: cualquiera podría experimentar la libertad interna que otorga el regalo de ya no estar tratando de ser respetable todo el tiempo.